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Si mi padre viviera, este 11 de abril habría cumplido cien años. Ha muerto  hace ya veinte y jamás se ha ido del todo. Sobre los muertos se dicen infinitos  lugares comunes, pero en el caso de mi padre nada era común. En el fondo,  siempre fue un campesino trasplantado a la fuerza a la vida de la ciudad, en la  que nunca estuvo a gusto. Siempre hablaba con añoranza de su adolescencia y de  su juventud en los campos que su padre tenía en Vipos y en Santa Rosa de Leales,  y creo que en el fondo jamás se fue de allí. Mis hermanos y yo le debemos muchas  cosas. Su extrema bondad, ante todo. También su paciencia, su tolerancia, su  capacidad para ponerse en el lugar del otro, para entender al otro y para  quererlo de veras.
Fue la primera persona que supo cuánto yo amaba leer y,  aunque él mismo leía poco, me llevó de la mano a una librería de la calle  Congreso cuando cumplí seis años y me dijo que eligiera lo que quisiera. Le  señalé el diccionario Espasa, que ya entonces tenía como cien tomos. Por  supuesto, el precio estaba fuera de su alcance, pero no me lo dijo. Me consoló  diciéndome que era demasiado pronto para abarcar tanto mundo. Me compré, en  cambio, “Viaje al centro de la Tierra”, de Julio Verne e, incurriendo en otra  ignorancia de mis límites, el “Facundo”, de Sarmiento. Leí el “Viaje...” en una  noche; pero con el “Facundo” batallé durante días sin poder hincarle el diente.  Al menos una vez por semana me preguntaba cómo me iba con las lecturas, y cuando  le declaraba mis fracasos me instaba a tener paciencia.
Fue él quien me dio  la primera lección de humildad, cuando le pregunté cómo se sentiría la gente que  no sabía leer. Sacó de su biblioteca un viejo libro en chino que le habían  regalado y me lo puso delante de los ojos. “Así -me dijo-, como vos ahora”.  Tenía un áspero e inagotable sentido del humor, que lo hacía feliz ante  cualquier ínfima luz de la vida. Aprendí mucho de su talento para ponerse en el  lugar de los otros y, sobre todo, aprendí mucho de su afán de felicidad.
Mi  madre se preciaba de ser más inteligente que él. Quizá lo fuera, pero mi padre  sabía más. Tenía el instinto natural de los hombres que conviven con las cosas  concretas para ver lo mejor que hay en ellas y para gozarlas. Cuando yo vivía  exiliado en Venezuela me fue a visitar. Juntos entramos abrazados en las aguas  del Mar del Caribe, y la temperatura templada lo tomó por sorpresa. Le parecía  que estábamos regresando al vientre de una madre común, y esa sola idea lo llenó  de gozo. “Será que todos los hombres somos un solo hombre”, me dijo, sin  advertir que estaba citando a Borges, aunque también se estaba citando a sí  mismo. Se llamaba Baldomero Martínez Castro, pero su nombre de bautismo lo  avergonzaba y lo ocultaba detrás de la inicial B. Prefería que lo llamaran  “Nucho”, y así, con ese apelativo, lo recuerdan todos. Lo vi muchas veces antes  de que contrajera un cáncer de próstata que lo llevó a la muerte, entre dolores  de metástasis que no merecía. En cada una de esas ocasiones nos abrazábamos.  Recuerdo la fuerza con que me estrechaba, la intensidad y el amor que había en  él. Todavía sigo sintiendo la dicha que me daban esos abrazos, y me gustaría que  estuviera en este mundo para poder devolvérselos. (c) LA GACETA

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