martes, 3 de junio de 2008

Sexo con Nueva York


Maricel Chavarría
Periodista

Alguien de entre el público (ahí, esa espectadora de la tercera fila que se hace llamar LaSanto) me pide amablemente que comente la información aparecida en esta web sobre un norteamericano que dice sentirse sexualmente atraído por la belleza de los automóviles. Tanto, que no duda en cumplir al dedillo el mandato subliminal de la publicidad, que lleva décadas asociando el sexo a la ingeniería sobre ruedas. El sujeto asegura que hace el amor "con" los coches –que no "en" ellos- y se jacta de habérselo montado hasta con un millar de carrocerías. Las máquinas, dice, se le insinúan, le piden que se las coma a besos.

¿Será este individuo el campeón mundial de las víctimas de la publicidad con mensaje subliminal? ¿Una publi victim, igual que hay fashion victims? Si se echa un vistazo a la historia reciente del guión publicitario me temo que ese individuo es más que consecuente. Es directamente un hombre de su tiempo. Porque la pirouette que ha dado la publicidad en relación a la seducción del motor no tiene desperdicio.

Comenzó, cómo no, con una chica estupenda abrazando un coche; una chica-regalo que el cliente se llevaba metafóricamente a casa por la compra del troncomóvil. La mujer-florero de los espots iría más tarde cobrando cierta entidad humana: tendría la capacidad de quedar seducida por el caballero que condujera determinado modelo de coche (para envidia del resto de los mortales; mortales varones, se entiende, que son los que manejan la pasta). Luego, con la liberación sexual más avanzada, la chica del enésimo espot del asunto ese de las cuatro ruedas podría incluso insinuar que escogía al conductor por sus flamantes caballos de potencia; o por el carácter y la nobleza de los mismos. Y, en una historieta algo más desmadrada, se dejaría entrever que lo que busca ella es consumar con el comprador -consumirle, vaya- en el interior de ese supercoche.

Y ahí es donde todo empieza a truncarse: cuando aparece el deseo femenino en escena, la libido masculina empieza a hacer aguas. ¡Qué duro sentirse hombre objeto!

En esas circunstancias, la publicidad no puede si no iniciar el camino del onanismo. Fíjense: el protagonista de un espot de última y evolucionada generación se siente sobre todo atraído por el coche más que por el cebo que venía siendo la chica. La chica empieza, de hecho, a ser desechable. Estáis el coche y tú; y tal vez luego la chica. O estáis tú y la chica, hasta que de repente aparece el coche… O necesitas deshojar la margarita -el coche, la chica, el coche, la chica…- hasta que caes en la cuenta de que chicas hay a montones, mientras que ese modelo… ese modelo es único.

Las fórmulas son muy diversas. Para compensarlas, y en un alarde de pretendida modernidad, la publicidad ha querido dar la vuelta al sexismo disfrazándolo de feminismo, para seguir, en realidad, instalada en un sexismo de ida y vuelta. Ya saben, lo de la mujer que alucina con lo elemental que puede llegar a ser su marido, anonadado con el mecanismo que sube y baja la ventanilla de su nuevo carro.

Pero, ¿qué tendrá de feminista ponerse del lado de las mujeres para ridiculizar a los hombres? ¿No será más bien pura explotación de la guerra de los sexos? ¿No les suena a coartada machista, la que consiste en negarse a observar el feminismo como la ideología de la equidad que es? (Espero que nos oigan los que siguen estando en la cueva).

En resumidas cuentas: con semejante panorama, no hacen falta más motivos para que algún que otro hombres se decida a declararle su amor a la máquina. Porque ella (la máquina) nunca lo haría: ella nunca te ridiculizaría, ni te abandonaría, ni te traicionaría. La máquina es bella, quieta, exuberante, obediente, acogedora… como las mujeres de antaño.

Las de ahora se han hartado de ser las comparsas publicitarias de la libido masculina. Hartas de representar aquello que uno acaricia mientras piensa en la máquina, aquello que uno besa soñando con la máquina. Muy consecuentemente, lo que ha hecho este señor de Washington es un ejercicio de sinceridad consigo mismo: ustedes me venden la curva del coche y esa es la curva que me interesa; no la curva que la curva del coche pretende evocar. Seamos francos y vayamos al planchista en lugar de al cirujano plástico. Tiene muchísimo más sentido.

Espero que esas presuntas razones para la mecafilia (al parecer, al interés sexual por las máquinas se le denomina así) no hayan defraudado a la espectadora de la tercera fila que quería -"porfa, porfa"- que comentase la noticia. Ha reconducido este monólogo ciberyo por espinosos derroteros, lo admito. Pero, en realidad, de Estados Unidos hay algo que estos días interesa bastante más que el onanismo mecafílico.

Me refiero al estreno de la versión en largometraje de "Sex and the city" –que no "in the city", ni "en Nueva York", ni "con the city". Un estreno muy esperado que parece haber defraudado a los propios críticos de la Gran Manzana. Aburrida, larga, previsible…, dicen de ella. Es lo que tiene lo trivial cuando dura más de 90 minutos.

Pero el porqué de las expectativas que ha despertado el filme es harina de otro blog. La pregunta es: ¿Qué nos sugiere que Carrie hable de su novio como de "el pez gordo"? y ¿qué nos parece que él se dirija a ella llamándola "kid"?

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