Por Miguel Cruz Tejada/El Nuevo Diario
NUEVA YORK._ Estaba muy concentrando escribiendo en mi computadora cuando de repente me sobresaltaron unos gritos que se podían escuchar a varias cuadras de distancia. Me levanté raudo para averiguar lo que pasaba. Mire por la única ventana que tiene mi cuarto de trabajo a la calle y noté que se estaban aglomerando cientos de curiosos en la intersección.
Algo olía a noticia importante en el vecindario.
Pensé que se podía tratar de un asalto a mano armada, un pleito con víctima o víctimas fatales, algún pariente de un herido o heridos con el clásico griterío para llamar la atención de transeúntes y autoridades y/o que alguna persona pudo haber fallecido en el vecindario y esa era la forma en la que especialmente las mujeres nuestras, reaccionan ante infaustas noticias de esa naturaleza.
Los gritos procedían de una esquina de la calle 174 y avenida Audubon, justo en el edificio 565 Oeste y de un apartamento situado en la misma esquina. Mientras más me acercaba, veía mucha más gente aglomerándose alrededor del inmueble y en la escena de los estridentes alaridos de la mujer que obviamente estaba totalmente histérica y conmocionada y a pensar de muchos de los curiosos hasta dominaba por los nervios y el susto ante la espesa humareda que comenzaba a brotar de una de las ventanas del apartamento donde ella estaba de visita.
Buscaba la ubicación exacta de los gritos, cuando de repente la vi. Estaba de pie, vestía abrigo de primavera rosado y debajo llevaba una camiseta blanca, pantalón negro y zapatos blancos. Su pelo estaba teñido de marrón oscuro y portaba un reloj pequeño fondo blanco y pulsera negra.
Su edad: entre los 50 y los 55 años.
“¡La policía, llamen la policía por favor, la policía, quiero la policía!”, vociferaba la aparentemente asustada mujer dominicana ante la incertidumbre de docenas de mirones que como es costumbre, se amontonaron para hacer más “ligero” el trabajo de bomberos, policías y paramédicos y facilitar en mucho el mí, único reportero presente en la escena.
El asombro estalló entre la concurrencia incluyéndome a mí, cuando vimos que la mujer se aferraba de las barandas de hierro de la escalera de incendios (Fire Scape) del lado noroeste de la esquina.
A los pocos minutos dos hombres jóvenes bien conocidos en el área subieron tratando de ayudarla a bajar, pero mientras más insistían, la mujer se pegaba con mayor fuerza de las varillas.
Ellos no pudieron desprenderla. Era como si una fuerza extraterrestre o desconocida, la obligara a quedarse y la halara hacia atrás, al menos esa era la percepción que daba su actitud.
Los bomberos acompañados por carros patrullas del cuartel 33 y dos ambulancias llegaron a los cinco minutos de haber sido llamados. Otro hombre subió y se sumó a los dos que ya estaban al lado de la mujer, pero ésta sacaba fuerzas para seguir agarrándose del varillaje como si estuviera dotada de algo “extraño”. Dos policías, un paramédico y dos bomberos subieron y después de un tenso, intenso y férreo forcejeo, la mujer decidió bajar.
“Llévenla de inmediato a la ambulancia y que la traten por pos trauma”, ordenó uno de los oficiales, pero el asombro de todos creció mucho más, cuando la mujer rechazó la oferta y ya en el pavimento intentaba volver hacia arriba como a buscar algo.
Después de bajarla, los bomberos que penetraron al apartamento, comenzaron a dar hachazos a diestro y siniestro, cual soldados espartanos en titánica lucha para vencer. Las cientos de esquirlas de vidrio de las ventanas destruidas por las hachas enfurecidas volaban hasta la calzada y en medio de ese espectáculo, la mujer se mantenía como impávida en la calle, observando hacia arriba.
Tuvieron que sostenerla con evidente fuerza y aplicarle una especie de “llave suave” de esas que usan en la lucha libre para dominarla. De pie, con la ambulancia y los carros de los bomberos detrás y los paramédicos esperándola, la mujer a la que nadie pudo identificar, sólo atinó a decir que no quería bajar a pesar del peligro que corría su vida porque dentro del apartamento #6 que se quemaba, se le había quedado una mochila, “unos chelitos” y documentos importantes.
Y esa, fue la única razón que tuvo la mujer para mantener en vilo a más de cien curiosos, bomberos, policías, paramédicos a este reportero y a sus conocidos del sector y por la que no quería bajar de la escalera de incendios, sin importarle que su vida corría peligro y vale más que mil mochilas.
Al final de la historia este reportero averiguó que el apartamento de la señora Lucía de Vargas a quien la mujer que por defender su mochila, arriesgaba la vida visitaba esa tarde.